sábado, 29 de septiembre de 2007

A mi queridísima amiga Letty.






Hay ciertas cosas que hacemos o decimos a lo largo de nuestras vidas que para nosotros nos pasan más o menos desapercibidas pero que tienen un efecto importante en quienes reciben aquello que hemos hecho o dicho. A veces resulta que lo que hacemos o decimos, impacta de manera positiva y más profunda de lo que pudiéramos imaginar a quienes reciben este mensaje lanzado de manera espontánea. En la mayoría de los casos, al menos en mi muy personal experiencia, me sucede que cuando digo cosas que “quiero” que tengan un efecto específico y un mensaje nítido sobre cierta persona, ni siquiera soy escuchado y el pretendido magnífico mensaje cae al limbo de los esfuerzos perdidos; en otras ocasiones decimos, discutimos, alegamos –al menos yo que me encanta andar alegando hasta donde no me invitan-, de manera despreocupada sin la específica intención de dar o dejar una “sabia lección de vida” y resulta que algo que dijimos o hicimos en esos momentos dejaron un mensaje o una huella perdurable en quien nos escuchó y nosotros ni enterados.



El hacer o decir algo que deje un momento memorable en alguien, es uno de los acontecimientos más sublimes entre los seres humanos, pues quién de nosotros no recuerda aquellas situaciones, frases, comentarios o acciones que nos marcaron en un momento de la vida y nos dieron lecciones que atesoramos y aunque a veces no nos acordemos con precisión de quién nos dejó esa huella, el aprendizaje queda e incluso el momento en que nos llegó ese mensaje permanece en nuestra memoria. Seguro estoy que quienes me dieron o dijeron aquello que me dejó los grandes ejemplos a seguir o el consejo salvavidas, igualmente ni cuenta se dieron que ello me quedó y me marcó profundamente. Por ello, cuando pasas de ser el que siempre aprende del ejemplo de los mayores y te conviertes en alguien veterano, llega el turno de predicar con el ejemplo y es en esta etapa en que lo que hacemos o decimos comienza a dejar huella y hace camino. Así pues, debemos ser cuidadosos en la forma en que potencialmente podemos impactar a quienes interactúan con nosotros.


Por ello en esta fecha traigo a colación todo el rollo anterior y ya que inicié esto de dedicar algunas de las entradas de este dulce espacio a ciertas personas, me sigo de frente y hoy hago la segunda al hilo. En esta ocasión, la idea es dedicar este espacio a mi querida amiga Letty, idea que surge de un comentario que me hizo esta mañana cuando nos reunimos varios ex compañeros de la escuela para compartir el desayuno bajo el muy justificado pretexto de que teníamos muchas ganas de vernos otra vez.


Pero anécdotas escolares aparte, lo importante del tema radica en que Letty cumplía con el perfil de “gordita feliz”, con su sempiterno carácter que nos hace verla siempre desparpajada, alegre, espontánea, mal hablada –pero que a ella se le oye maravillosamente bien-, generosa y otras mil cualidades. Eso sí, no se confundan, un carácter más fuerte que el acero al cromo-vanadio. Bueno, pues la sorpresa de hoy es que quienes llegamos a la reunión la encontramos más alegre que nunca, gritona, dicharachera y mucho más delgada. Me dio un enorme gusto verla así y sobre todo por que la satisfacción por su nueva figura se dejaba traslucir en toda ella, aparte que nos participó que se sentía mejor que nunca, despierta, alegre, animada y, lo más importante, sus niveles de colesterol y glucosa en sangre, entre otros, se hallaban mucho mejor ahora que cuando cargaba el sobrepeso.


Platicamos brevemente de su nuevo estado de salud y en ese momento me llegó la certeza de que meses atrás se había producido uno de esos extraños momentos en que por alguna desconocida razón, algo que dije dejó huella. Resulta que mi querida Letty me comentó que parte de las razones que la llevaron a tomar la determinación de “Querer”, -sí, con mayúscula, con esa férrea voluntad de mujer de nuestros tiempos-, adelgazar y mejorar su salud fue el resultado de una conversación en la que –según ella-, me la puse como “chancla” y toqué esa fibra sensible que la ayudo a tomar la determinación de cambiar sus hábitos de salud. Reconoció que, si esta conversación hubiera sido en otro momento, a lo mejor me hubiera mandado a “freír espárragos” -alimento rico en fibra, por cierto, aunque es mejor cocido que frito, por aquello de los aceites poliinsaturados-


Pero lo esencial del tema radica en que sin así pretenderlo, contribuí a que mi querida Letty ahora esté tomando una serie de medidas sanas a favor de su salud. Involuntario sí, pero ello me anima a seguir con este quijotesco espacio compartiendo estos locos planteamientos que hago, pues un resultado positivo es más que recompensa y ello me alienta a seguir. Gracias doblemente a Letty. Primero por haber escuchado un mensaje que resultó sumamente efectivo sin así haberlo yo planeado y segundo, por hacérmelo saber.

viernes, 28 de septiembre de 2007

Dedicado a Juan Pablo.

Después de una muy larga pausa en este espacio, regreso por dos eficaces razones. La primera en llegar fue de mi hija mayor quien me dejó una breve nota esta mañana en este espacio conminándome a retomar la escritura de mis ocurrencias. La segunda y no menos interesante provino de una persona quien colabora conmigo en la empresa a la que dedico mis horas laborales y otras adicionales, al pedirme que escribiera una entrada dedicada a un vecino suyo de unos trece años de edad a quien aprecia muchísimo y que además le preocupa pues tiene sobrepeso y si no hace nada por resolver esta condición, pudiera desarrollar diabetes en un corto plazo.

Acepto ambos retos –el de retomar la escritura y el de enviarle un mensaje a Juan Pablo. A cual más difíciles de lograr en estado de exceso de actividades, pero una vez impulsado, seguiré hasta culminar el reto combinado.

Lo que no puedo decirle a Juan Pablo, es aquello que “tiene” que hacer para evitar padecer diabetes. Para ello hay enormidad de gentes, instituciones, asociaciones dedicadas a decirnos qué hacer y no hacer para evitar la obesidad, la hipertensión y otros achaques; también cómo vivir una vida sana libre de grasa y colesterol. Consejos no faltan y los “buenos samaritanos” abundan y se encuentran hasta debajo de las piedras. El reto real no es qué decirle a Juan Pablo para que modifique sus hábitos de vida tanto en lo que a actividad física se refiere, como en cuanto a la cantidad y calidad de aquello que come, sino llegar a encontrar la forma de hacerle llegar un mensaje que realmente le llegue y lo haga reflexionar. Ya si decide modificar sus hábitos diarios, eso es otra cosa.

Así pues, lo que se me ocurre es, primero que nada, imaginar a Juan Pablo, no en su aspecto físico –dado que no lo conozco y, quien me pidió esta intervención realmente no me dio mayor información que lo que arriba dije de él-, sino en la forma de ver y vivir su adolescente vida e imaginar que, como buen ser humano, debe de ser tan diferente y tan igual que el resto de los seres humanos que hemos presentado alguna vez conductas que son placenteras pero que ponen en riesgo nuestra salud. Así pues, asumo que si Juan Pablo se parece un poco a mi en la forma de ser y de pensar, seguro que mandará “por un tubo” todo consejo encaminado a cambiarle su actual realidad y no por que sea tonto, sino por que siente que los “sermones” son algo que hay que desechar más rápido de lo que llegan y seguro que, como yo, piensa que aquello de “mi vida es mi vida” es un postulado inalienable.

Por ello en vez de darle un “valioso consejo”, haré un breve comentario acerca de mi filosofía a esa edad y algunos años después y, cómo fue que he cambiado mi forma de ver la vida una vez que fui diagnosticado con diabetes.

Antes de los treinta me consideraba inmortal, no tenía miedo de nada ni nadie y vivía mi vida de una manera más bien irreflexiva. En esa época nunca acepté ni por equivocación la palabra dieta ni nada que se le pareciera y mi frase favorita era que al igual que al dólar, el peso me tenía sin cuidado; realizaba actividades de alto riesgo, prácticamente abandoné los deportes, comía sin medida y bebía más bien de forma generosa. Quiero confesar que tenía un muy reprimido y lejano temor de caer en el alcoholismo, pues sin importar la cantidad de alcohol que bebiera, jamás he sabido lo que es una “cruda” e incluso llegué a tomarme un par de botellas de cognac en una reunión, sin perder la compostura y sin cruda a la mañana siguiente, condición por demás peligrosa. Claro que este sabroso y delicioso estilo de vida, llegué a los cuarenta con un peso de noventa y cuatro kilogramos, cuando mi peso ideal para mi estatura es de alrededor de los setenta kilogramos o sea que estaba excedido por la friolera de veinticuatro kilogramos.

Esta historia no es necesariamente original, ni única, ni novedosa en este moderno mundo, sino cada vez de lo más común para quienes alcanzamos la inactividad física y disponemos en abundancia de cualquier cantidad de comida a edades cada vez más tempranas. La conclusión de esta historia, común y poco original, fue el cada vez más común y poco original diagnóstico de diabetes que recibí hace siete años y diez meses.

Por ello y precisamente por ser como soy, entiendo a Juan Pablo y su por mi imaginada renuencia a cuidarse y escuchar consejo. Quién como yo que comí, bebí, abandoné el ejercicio y alcancé un enorme sobrepeso, vengo a ser el menos indicado para decirle que no haga aquello que yo me negué a dejar de hacer. Hoy soy diabético –con todos los problemas y complicaciones a la salud que ello implica-, además de las ahora cotidianas privaciones con las que tengo que vivir y que me exigen enorme fuerza de voluntad para mantenerme controlado ahora que ya es demasiado tarde para dar marcha atrás.

La verdad no se me ocurre consejo que darle a Juan Pablo. Lo único que se me ocurre es desearle que jamás se mire en este espejo y que nunca aprenda en propia experiencia, lo que significa vivir con diabetes.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Con un poco de azúcar.


Con esas palabras comenzaba la versión al español de una de las canciones del famoso musical del cine Mary Poppins. La intención de la letra, por supuesto, era infundir ánimo en los oprimidos espíritus de los pequeños niños Banks, dando a entender que la vida, a pesar de ser difícil y a veces muy dura, puede ser endulzada al incorporar un poco de optimismo -azúcar en este caso-, y con ello hacer más llevaderos los momentos difíciles. Sin embargo y sin ánimo de amargar o desalentar el concepto, para quienes la opción de lo dulce nos queda restringida, va la reflexión de qué hacer, qué tomar o qué dietético caramelo podremos usar cuando la amargura de la vida nos alcanza.


Claro que a diferencia de la película no podemos tomar literal la cuestión del caramelo, sino lo más adecuado sería hacer uso de la metáfora como tal. No una recomendación literal sino una invitación a buscar el ángulo optimista a los problemas que nos aquejan. Encontrar en los problemas, no el sufrimiento que nos causan, sino la oportunidad de usar nuestro intelecto, nuestra fuerza de voluntad y nuestra imaginación para afrontarlos, resolverlos y sobreponernos a ellos. El controlar nuestra condición, el triunfo diario sobre aquello que nos va dañando paulatinamente –lograr frenar el avance del deterioro, mantener a raya los índices de glucemia, mantener nuestra salud con casi ningún daño adicional, forma parte de aquellas pequeñas y casi imperceptibles victorias que nos dan la posibilidad de seguir adelante cada día a pesar de saber que las apuestas están en nuestra contra.


En mi caso, el mantener bajo control los parámetros que más lata me dan, como es la glucosa postpandreal y el peso, es el resultado de una batalla de todos los días en que tengo que renunciar a las permanentes tentaciones que de manera necia, impúdica y descarada se me ponen por delante. Decirle no al pastelillo cubierto de chocolate que tanto se antoja a media mañana, el no detenerme ante los puestos de tacos a entrarle con singular entusiasmo a la tan mexicana tradición de los “tacos parados” o las ricas, doradas y crujientes “quecas” rellenas de queso, papa con chorizo u hongos. En fin, por tentaciones no paramos.


Pero cuando después de tanto decirle no a todo aquello que me llama a romper la dieta (No, no, se dice, plan de alimentación), resulta que repentinamente y sin esperarlo aparecen las recompensas. Algunas reconocibles inmediatamente y otras que se van percibiendo de forma indirecta. Me explico, cuando en cita médica tu especialista te dice que tus valores están de maravilla, cuando te confirman que los daños que aparecieron al principio de la enfermedad, se han mantenido sin mostrar un avance sensible y, cuando los especialistas te lanzan el piropo “para ser alguien con una diabetes de ocho años de evolución, usted está de maravilla y ni parece diabético”, es cuando esos enormes “pequeños sacrificios cotidianos” alcanzan su máximo valor y donde probamos las metafóricas mieles del triunfo, ese “poco de azúcar” al que el musical se refiere.