Conforme la medicina y los estándares de vida van mejorando para la población en lo general, una consecuencia no prevista pero muy bienvenida es el alargamiento de la expectativa de vida en lo general.
Consultando datos demográficos y la estimación del lapso de vida promedio en la humanidad desde las primeras eras en que nuestra humana especie asienta sus reales sobre la superficie del planeta, esta medida de la esperanza de vida ha venido marcando un aumento, excepto por ciertos períodos históricos en que por razones de guerra o epidemias, como fue el caso de la Peste Negra en la Europa medieval, en que esta esperanza se redujo notoriamente. Así, mientras que los individuos del Neolítico podían esperar vivir unos veinte años en promedio, en las edades de bronce y de hierro, ésta se incrementó por dos años en promedio. Tanto en la Grecia y Roma clásicas esta cantidad asciende a los 28 años y en la Norteamérica precolombina la tasa promedio varía de 25-30 años.
Si bien estas cifras nos muestran un sostenido crecimiento de años por vivir en las sociedades conforme los beneficios derivados de la civilización se reflejan en mayor bienestar, mejor atención médica y métodos de prevención de enfermedades, también nos marcan efectos negativos de este nuevo tiempo ganado a la naturaleza. Los efectos de los que estamos conscientes en mayor grado son el incremento de la población que presiona sobre el medio ambiente y los recursos naturales y la aparición y proliferación de enfermedades antes desconocidas o muy raras.
Una buena manera de verlo podría ser la de considerar que mientras que los humanos del Neolítico habían ya vivido una vida completa a los 20 años en promedio y ya incluso habrían transmitido todos sus conocimientos a la siguiente generación joven, preparándose al fin de su ciclo de vida, en este siglo XXI, tal ha sido el incremento de la esperanza de vida –casi se ha cuadruplicado-, que las sociedades buscan mandar a sus jóvenes apenas llegados a la edad adulta a estudiar a una Universidad o su equivalente, para comenzar a prepararlos en la obtención de los conocimientos y habilidades que deberán adquirir para desarrollarse en el medio social humano los siguientes 40-50 años por vivir. De meditar profundamente.
Todo el anterior repaso sobre datos de carácter demográfico pretenden ubicarnos en el tema que deriva de un correo recibido de mi buen amigo Santiago, quien compañero en esto de envejecer siempre encuentra cosas interesantes para compartir y en esta ocasión me mandó un artículo (aunque no vienen referencias de la fuente), pero que luego de una exhaustiva investigación encuentro que se basa en un artículo intitulado “Midlife Fitness and the Development of Chronic Conditions in Later Life”, que traducido libremente significa algo así como “Acondicionamiento físico en la edad madura y el desarrollo de condiciones crónicas en la ancianidad” y que fue publicado en el numero de agosto del 2012 de la revista Archives of Internal Medicine y del que aprovecho para tomar algunas citas, cifras y comentarios, para tratar el tema de hoy.
En el artículo, la mención sobre la edad hace hincapié en que vivir más no implica vivir mejor y que aunque en algunas naciones del primer mundo la esperanza de vida roza los 80 años, el deterioro asociado a la edad avanzada no hace este tiempo extra un sitio feliz para vivir. Entre otras muchas enfermedades, la diabetes y las de tipo cardiaco afligen de forma particular a la población que va envejeciendo, aun cuando en muchos casos no hayan llegado a la categoría de “ancianos”, generando una condición denominada “prolongación de la morbilidad”. Es decir, el tiempo que se vive sufriendo una enfermedad, lo que nos lleva al concepto de ¿Vivir más vale la pena si se va a vivir sufriendo? ¿Es el sufrimiento prolongado una condena -Karma dirían en el oriente-, un futuro ineludible para quienes sobrevivimos otro día más? Bueno, de acuerdo con el artículo, depende mucho de nuestros hábitos de ejercicio y la condición física con que lleguemos a una edad avanzada.
Resulta que el equipo que reporta sus hallazgos, los investigadores del University of Texas Southwestern Medical Center and the Cooper Institute in Dallas, hicieron un estudio con 18,670 mujeres y hombres de mediana edad que desde 1970 habían visitado al Cooper Institute para un chequeo médico. La edad promedio del grupo fue de 49 años y todos eran sanos y sin enfermedades crónicas en su primer chequeo en que hicieron la prueba de esfuerzo para determinar su condición aeróbica. Con base en estos resultados se dividió al grupo en cinco diferentes categorías, donde la mayoría quedó -como sucede en la vida urbana moderna-, en la sección de menor condición.
Posteriormente, en una comparación de datos hecha por vez primera para este tipo de estudios, se revisaron los siniestros médicos (Medicare) desde 1999 hasta el 2009, tiempo en que la mayoría de los participantes habían alcanzados la séptima u octava década de vida. Los investigadores encontraron que aquellos que habían sido los de menor condición al momento del chequeo inicial, también fueron los más propensos a desarrollar una variedad de padecimientos crónicos tales como Cardiopatías, Diabetes, Alzheimer y cáncer de colon o de pulmón.
Por otro lado, los adultos con mejor condición en sus 40´s y 50´s aunque también desarrollaron frecuentemente muchas de las condiciones arriba anotadas, estas aparecieron de manera notable mucho más tardíamente que en los primeros. De forma típica, aquellos con mejor condición aeróbica vivieron con enfermedades crónicas en sus finales cinco años de vida, mientras que los que tuvieron menos condición aeróbica vivieron sus últimos 10, 15 o incluso 20 años con éstas.
Como suele suceder en estos estudios, si bien al publicarlos sus autores aceptan que aún hay mucho que investigar y que no son concluyentes, se observa una tendencia clara y una innegable correlación entre un buen estado de salud física y una rutina sana de ejercicio, preferentemente del tipo aeróbico. Esto es, mantener un estilo de vida activo coadyuva a una mejor calidad de vida en el largo plazo.
Sé que un solo caso no hace ciencia y cuando mucho puede citarse como una confirmación o una posible excepción a la regla. Sin embargo muchos diabéticos tipo 2 (DM2) estamos más que ciertos que nuestra condición aparte de ser una consecuencia de genes propicios para desarrollar nuestra condición, mucho contribuyó a nuestra mala fortuna un estilo de vida con poca actividad física y un exceso en la ingesta de calorías. En mi caso, la cuenta me llegó a la tierna edad de 49 años –edad en que los sujetos del estudio apenas comenzaban su período de seguimiento- como un balde de agua helada y me ha dado hasta ahora doce años de convivencia con la DM2 y todo lo que ello implica con el paso del tiempo. Sin embargo, a pesar de los pronósticos pesimistas de médicos, amigos, familiares y un largo etcétera, he logrado y hasta ahora mantenido lo que parece ser la meta más difícil en alguien con diabetes; mantenerme en control de mis niveles de glucosa, lípidos y tensión arterial. Casi todas las mañanas alrededor de las seis hago presencia en el gimnasio donde uso los aparatos de ejercicio aeróbico, los de fuerza y tono muscular (músculo devorado por los picos de glucosa) y la alberca semi-olímpica en la cual suelo nadar un mínimo de 750 m por vez.
No se trata de hacer alarde de mi capacidad atlética, o buscar el aplauso por ser “aplicado” sino reforzar la idea de que el ejercicio es una pieza clave en el “bienestar” ese bien estar con uno mismo, pues me permite seguir activo, mantener a raya las complicaciones crónicas de la DM2 y pensar que existe un futuro pleno a pesar de los achaques de la edad y las obligadas limitaciones que nos impone una vida con enfermedades crónicas que no solo llegan a fastidiarnos la existencia y además evolucionan hacia peor cada día. De nuestra actitud y esfuerzo depende que para salirse con la suya se tomen más tiempo, mucho más que si no hacemos nada. Así que mi recomendación final es, no lo dejen para mañana; hoy es la fecha para hacer del futuro un lugar donde valga la pena vivir.