viernes, 28 de septiembre de 2007

Dedicado a Juan Pablo.

Después de una muy larga pausa en este espacio, regreso por dos eficaces razones. La primera en llegar fue de mi hija mayor quien me dejó una breve nota esta mañana en este espacio conminándome a retomar la escritura de mis ocurrencias. La segunda y no menos interesante provino de una persona quien colabora conmigo en la empresa a la que dedico mis horas laborales y otras adicionales, al pedirme que escribiera una entrada dedicada a un vecino suyo de unos trece años de edad a quien aprecia muchísimo y que además le preocupa pues tiene sobrepeso y si no hace nada por resolver esta condición, pudiera desarrollar diabetes en un corto plazo.

Acepto ambos retos –el de retomar la escritura y el de enviarle un mensaje a Juan Pablo. A cual más difíciles de lograr en estado de exceso de actividades, pero una vez impulsado, seguiré hasta culminar el reto combinado.

Lo que no puedo decirle a Juan Pablo, es aquello que “tiene” que hacer para evitar padecer diabetes. Para ello hay enormidad de gentes, instituciones, asociaciones dedicadas a decirnos qué hacer y no hacer para evitar la obesidad, la hipertensión y otros achaques; también cómo vivir una vida sana libre de grasa y colesterol. Consejos no faltan y los “buenos samaritanos” abundan y se encuentran hasta debajo de las piedras. El reto real no es qué decirle a Juan Pablo para que modifique sus hábitos de vida tanto en lo que a actividad física se refiere, como en cuanto a la cantidad y calidad de aquello que come, sino llegar a encontrar la forma de hacerle llegar un mensaje que realmente le llegue y lo haga reflexionar. Ya si decide modificar sus hábitos diarios, eso es otra cosa.

Así pues, lo que se me ocurre es, primero que nada, imaginar a Juan Pablo, no en su aspecto físico –dado que no lo conozco y, quien me pidió esta intervención realmente no me dio mayor información que lo que arriba dije de él-, sino en la forma de ver y vivir su adolescente vida e imaginar que, como buen ser humano, debe de ser tan diferente y tan igual que el resto de los seres humanos que hemos presentado alguna vez conductas que son placenteras pero que ponen en riesgo nuestra salud. Así pues, asumo que si Juan Pablo se parece un poco a mi en la forma de ser y de pensar, seguro que mandará “por un tubo” todo consejo encaminado a cambiarle su actual realidad y no por que sea tonto, sino por que siente que los “sermones” son algo que hay que desechar más rápido de lo que llegan y seguro que, como yo, piensa que aquello de “mi vida es mi vida” es un postulado inalienable.

Por ello en vez de darle un “valioso consejo”, haré un breve comentario acerca de mi filosofía a esa edad y algunos años después y, cómo fue que he cambiado mi forma de ver la vida una vez que fui diagnosticado con diabetes.

Antes de los treinta me consideraba inmortal, no tenía miedo de nada ni nadie y vivía mi vida de una manera más bien irreflexiva. En esa época nunca acepté ni por equivocación la palabra dieta ni nada que se le pareciera y mi frase favorita era que al igual que al dólar, el peso me tenía sin cuidado; realizaba actividades de alto riesgo, prácticamente abandoné los deportes, comía sin medida y bebía más bien de forma generosa. Quiero confesar que tenía un muy reprimido y lejano temor de caer en el alcoholismo, pues sin importar la cantidad de alcohol que bebiera, jamás he sabido lo que es una “cruda” e incluso llegué a tomarme un par de botellas de cognac en una reunión, sin perder la compostura y sin cruda a la mañana siguiente, condición por demás peligrosa. Claro que este sabroso y delicioso estilo de vida, llegué a los cuarenta con un peso de noventa y cuatro kilogramos, cuando mi peso ideal para mi estatura es de alrededor de los setenta kilogramos o sea que estaba excedido por la friolera de veinticuatro kilogramos.

Esta historia no es necesariamente original, ni única, ni novedosa en este moderno mundo, sino cada vez de lo más común para quienes alcanzamos la inactividad física y disponemos en abundancia de cualquier cantidad de comida a edades cada vez más tempranas. La conclusión de esta historia, común y poco original, fue el cada vez más común y poco original diagnóstico de diabetes que recibí hace siete años y diez meses.

Por ello y precisamente por ser como soy, entiendo a Juan Pablo y su por mi imaginada renuencia a cuidarse y escuchar consejo. Quién como yo que comí, bebí, abandoné el ejercicio y alcancé un enorme sobrepeso, vengo a ser el menos indicado para decirle que no haga aquello que yo me negué a dejar de hacer. Hoy soy diabético –con todos los problemas y complicaciones a la salud que ello implica-, además de las ahora cotidianas privaciones con las que tengo que vivir y que me exigen enorme fuerza de voluntad para mantenerme controlado ahora que ya es demasiado tarde para dar marcha atrás.

La verdad no se me ocurre consejo que darle a Juan Pablo. Lo único que se me ocurre es desearle que jamás se mire en este espejo y que nunca aprenda en propia experiencia, lo que significa vivir con diabetes.

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