Cuando se habla de la diabetes, es inevitable considerar el triste destino del enfermo –diabético, de aquí en adelante, eh?-, persona a quien la vida le cambia radicalmente a partir del diagnóstico. Es posible que antes del diagnostico, la idea que tengamos sobre la propia salud es que lo más grave que pueda pasarle a uno sea una infección intestinal o algo por el estilo.
Se acabó la salud impecable, la vida libre de limitaciones y entramos al mundo de los marginados –alimentarios y de la salud-, donde los pantagruélicos banquetes son cosa del pasado, a menos que neguemos el cuidado personal, so pena del jalón de orejas de nuestros médicos quienes poniendo su mas fiero rostro nos pondrán barridos y trapeados por no cumplir con el plan de alimentación. Además de la pérdida de las cosas buenas de la vida que giran alrededor de la alimentación, el deterioro gradual estará para siempre con nosotros.
Pero, en términos generales, el diabético no es un náufrago en una isla desierta, sino un individuo social inmerso en una comunidad donde interactúan familia, amigos, compañeros de trabajo, vecinos y un sinnúmero de personas que se establecen como un punto de referencia con respecto al concepto “persona enferma – persona sana”. Sin embargo, al igual que el paciente diabético, las personas “sanas” que se relacionan de forma cercana con alguien que sufre una enfermedad crónica, como el caso de la diabetes, no son inmunes a la tensión emocional que la diabetes imprime en quien la sufre. Se convierte en un problema de ida y vuelta, donde la familia y las personas más cercanas no saben qué hacer, qué decir, qué y cómo alimentarse o simplemente, cómo relacionarse en la vida diaria con el diabético. La idea más arraigada con respecto a la diabetes había sido que el problema de la diabetes era un problema del diabético únicamente, ¿correcto?… ¡Erróneo!. La diabetes es una enfermedad de la familia y todos y cada uno de los miembros de ésta quedan emocionalmente afectados por ello, así como en otros aspectos de la vida diaria; desde el momento del diagnóstico, como a lo largo del curso que tome la enfermedad.
Al ser diagnosticados con diabetes, una pregunta normal que nos hacemos es ¿Qué voy a hacer ahora?, debiendo ser ¿qué vamos a hacer ahora?. Ya que aunque el impacto emocional sea más fuerte en el paciente, la familia también resiente una enorme carga emocional y, dependiendo de cómo reaccione, puede bien ser un apoyo que facilite el proceso de aceptación del tratamiento o una obstrucción que impida que el diabético tome el control de su enfermedad.
Los miembros de la familia pueden llegar a percibir al recién diagnosticado como “el afortunado”, ya que es quien recibe la mayor atención y cuidados. Cada miembro de la familia desarrollará de manera diferente sus propios sentimientos de angustia y desamparo y necesitarán evitar problemas nuevos que estén relacionados con un sentimiento de estar siendo relegados a un segundo o tercer plano.
La familia también debe aprender a lidiar con la diabetes, ya que siendo un padecimiento crónico, se le percibe como una sentencia de por vida a uno de sus miembros. Además está la amenaza de la inmediatamente descubierta “propensión hereditaria” de llegar a padecer diabetes y compartir tal sentencia de por vida. Uno de los objetivos es lograr que el paciente diabético no se asuma como víctima, sentenciado de por vida, sino con una nueva estrategia de vida.
La familia, al igual que el familiar con diabetes, tendrá su proceso particular de duelo, pero el más visible será el del propio diabético. Su núcleo familiar tendrá que soportar las conductas extrañas o aberrantes, cambios de humor y actitudes diversas con respecto a muchos aspectos de su cuidado.
La relación será más sensible especialmente en los aspectos relacionados con la comida, ya que, por cierto, se convierte en una actividad muy observable y suele generar conflictos muy serios dentro del núcleo familiar cuando ésta pretende ejercer un control muy estricto sobre el programa de alimentación del pariente con diabetes. Si la familia se involucra y comparte la dieta y el ejercicio, todos salen ganando, puesto que una dieta sana y ejercicio son las mejores opciones de salud para toda la familia. Es decir, al compartir, están haciendo nada menos que la elección más saludable e inteligente.
Si consideramos el caso de una familia en la que hay un paciente diabético y los miembros deciden apoyar y compartir ejercicio y comer lo mismo todos, lo más probable es que, si había miembros de la familia con sobrepeso, éstos pierdan algunos kilos y comiencen a sentirse mejor. Así, al final, el hecho de apoyar al diabético –por lo menos en el renglón de la alimentación y la actividad física-, resulta en una mejora notable en la salud de la familia, por lo que de esta manera será más fácil percibir el apoyo como algo benéfico para todos y no como un sacrificio.
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