A veces me sucede que soy de reacción retardada. Bueno, sinceramente, me es una cualidad casi permanente. Cada vez que estoy ante una situación que me toma por sorpresa y la realidad no se comporta como debiera, quedo pasmado, silencioso y como suelo hacerlo me quedo callado o suelto alguna incoherencia indigna de la estatura del problema o situación que retó mi capacidad de resolución inmediata. Por supuesto que queda por allá -escondido, agazapado-, en el fondo del “ego” un resquemor moral por no haber podido reaccionar rápida y oportunamente a la situación que nos movió de nuestra cómoda –pero incapaz-, postura.
A ese respecto, recuerdo una anécdota ocurrida hace ya varios años cuando se realizó la primera o segunda Expo Salud y Medicina, a la que fui públicamente convocado, como lo fuimos todos los que en función de nuestra salud, considerásemos estar ahí. Había unas mamparas en donde se había colocado una cámara de video con la intención de grabar a pacientes diabéticos comentando a dicha cámara su vivencia y sentir como tal. Por supuesto que en ese momento no pude tener acceso a los testimonios, pero afortunadamente un tiempo después fueron subidos a la red y pude dedicar una buena dosis de mi tiempo curioso a ver las entrevistas y enterarme de lo ahí expresado.
Por supuesto que los testimonios eran de lo más variado y, en términos generales llevaban dos líneas básicas, de resignación ante la enfermedad, en conjunto con la esperanza de la aparición de una cura casi milagrosa, pues nadie medianamente cuerdo consideramos que la vida con diabetes sea algo como para morirse de la alegría. Uno de los testimonios, palabras más o menos, expresaba algo así: “yo vivo agradecido a que me dio diabetes, ya que antes cuando estaba sano llevaba una vida sumamente desordenada y ahora que me enfermé me tengo que cuidar y ponerme en control, por eso, estoy sumamente agradecido”.
En ese momento tuve un arranque de coraje y me enojé, en serio, me sentí como personalmente agredido, ya que se trataba de un estado mental que a mí me parecía inaceptable y me sigue pereciéndolo. Sin embargo, aunque no supe que decir, hacer o resolver ante semejante idea, ni siquiera dejé un comentario en el sitio de los testimonios. Realmente no creo haber sido capaz de decir nada constructivo en el momento. Ese es mi talón de Aquiles. Ni modo.
Así, meditando sobre algunas de estas ideas que se van deslizando de a poquito, casi imperceptiblemente y se te prenden y se niegan a soltarte, surge de nuevo ese comentario agradecido que me ha seguido rondando por largos años en la cabeza, pues en diferentes contextos y formas de expresarlo, lo he escuchado muchísimas veces desde aquel entonces. De ello concluyo que la idea tenga un cierto valor en sí al sopesar dos diferentes realidades, opuestas la una a la otra, una percibida como la buena y deseable y la otra, oscura, malvada, agazapada en las sombras para, de una manera casi sutil e imperceptible, dar el zarpazo mortal que nos arranca de cuajo la salud y nos deja huérfanos del anhelado bienestar físico, exactamente como los famosísimos personajes de la novela de Robert Louis Stevenson, que dicho sea de paso, me cautivó en los lejanos días de mi adolescencia.
El buen Doc. Hombre respetable y científico excéntrico que comete la tontería de experimentar en sí mismo, desatando sobre su frágil anatomía fuerzas de la naturaleza más allá de su capacidad de controlar, dando origen al detestable Mr. Hide, terrible en todos aspectos, encuentra que tiene un ser pleno de bajos instintos, sin mecanismos de control y capaz de atrocidades solo imaginables por seres de un inframundo indigno de un mundo de seres humanos civilizados.
Al hacer la correlación de conceptos, uno las partes y, ahora sí, después de haber tenido un tiempecillo para meditar, hago un planteamiento propositivo.
Imagino al estado de ánimo de cualquier persona que entrada en años maduros, de vida percibida sana, sedentaria, con un estilo de vida que le permite organizar sus planes a futuro sin obstáculos perceptibles que tengan alguna dimensión de amenaza y que piense para sus adentros que la vida es bella, es como comparar ese estado mental a lo que equivaldría al balance moral que se esperaría de un respetable médico, enfrascado durante largas horas en su laboratorio, realizando investigaciones para revolucionar loas expectativas de calidad de vida de sus pacientes. Pero, súbitamente ese mundo ideal, estructurado, agradable y libre de angustia, se desmorona ante la aparición de ese diagnóstico que nadie queremos recibir: estimado Dr. Jekill figúrese que tiene diabetes. Aquí Mr. Hide, de repente, sin aviso previo –bueno, puede que si haya avisado pero no hicimos caso., se nos planta de frente en el oscuro callejón y nos revela todos los espectros del terror de una sentencia de por vida y el futuro pletórico de problemas vasculares, ceguera, amputaciones, diálisis, incapacitación para el trabajo y otros más.
Nos hace saber Mr. Hide que lo único que queda en el horizonte es una muy estrecha vereda entre el muro vertical de la salud perdida y el precipicio de las complicaciones de la diabetes. Esa estrecha vereda se llama “control” y la verdad es realmente difícil caminar por ella, sin estar expuestos a perder el enfoque y estrellarnos en el muro de la enfermedad o caer en el precipicio del descontrol –para el cual existe, afortunadamente-, formas de salir. Es en este contexto que gente que ya había vivido lo suficiente con una diabetes no diagnosticada y cuadros de obesidad, hipertensión, pérdida de sensibilidad en pies y piernas y otras complicaciones de un mal desconocido, anuncian –particularmente entusiasmados si es que les está yendo bien con el control-, que agradecen haberse enfermado, pues el cuidado y control les han permitido encontrar formas de vida sana, con una alimentación correctamente balanceada y proporcionada y mas ejercicio con los efectos benéficos que conlleva y que, de no haber sido diagnosticados, jamás hubiesen hecho el cambio.
Así pues, es correcto pensar que todos llevamos –al menos potencialmente-, a nuestro Mr Hide que prepara el ataque a traición a menos que de propia iniciativa hagamos los cambios para que quien se imponga sea siempre el buen Dr Jekill y con él una vida lo más plena que nuestra bien cuidada salud nos permita.
Para terminar hoy, confesaré que ya fui víctima del terrible Mr Hide y vivo el día a día cuidando mi propia salud, pero neciamente diré que aunque reconozco que ahora llevo un estilo de vida infinitamente más sano que antes del diagnóstico, ni por un segundo agradeceré tener diabetes.
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